Por Olbert Gutiérrez Fernández.
…un día de abril de 1958.
La microonda se detuvo frente la cafetería y don Germán a través del cristal vio como se apeaban de ella sus tres ocupantes mostrando sus rifles. Limpiaba las tazas cuando el capitán y los dos soldados tiraron la puerta y sin decir palabra se sentaron en unas de las mesas del centro. Don Germán conocía al capitán, era un hijo de puta de esos que no creían ni en su madre. Dejó las tazas a un lado y fue hasta ellos. Les sirvió café y fingió una sonrisa.
-¿Cómo van las cosas?- preguntó el capitán sarcástico, sacando al mismo tiempo un tabaco. Uno de los soldados le brindaba fuego.
-Todo tranquilo capitán. Usted sabe, balbuceó rápidamente.
-Más te vale. Más te vale.
Los soldados le miraron con cierta ingenuidad, por lo que observó no pasaban de treinta años.
-¿Desean algo más?
-Por el momento nada, respondió el capitán ahora mirándolo, desafiante, restregándole en la cara el humo.
Se retiró entonces y desde la barra se sentó en su banqueta. Estos harán lo de siempre: llegan, consumen y se van sin pagar… pensaba.
El capitán siguió fumando con aire de sicario, cuando entró al establecimiento un chiquillo negro de unos nueve años. Ojeó hacia la mesa, asustado, y uno de los soldados le hizo una mueca.
-¿Qué quieres Ramoncito?, llamó Don Germán.
-Buenas, don. Aquí le traigo el real que le debe mi papá.
-Tráelo, hijo.
El muchacho se acercó y le entregó el dinero. Después, sin despedirse, salió corriendo de la cafetería. Don Germán se limpió las manos y fue rumbo al traga níquel que tenía a un lado de la barra. Puso unos boleros y otra vez volvió a su lugar.
El chiquillo que había salido de prisa siguió hasta unas seis cuadras donde un joven llamado Luís lo esperaba con la puerta semiabierta.
Cuando lo vio aparecer le hizo señas y el niño ágilmente entró y se cerró la puerta.
-¿Y bien?- preguntó ansioso Luís.
-La microonda está parqueada al frente. Dentro hay dos guardias y uno vestido de azul que parece policía.
Es él sin duda. Nunca falta al café de don Germán por ser apartado y tranquilo, pensó Luís.
-Gracias, vejigo. Aquí tienes, compra algo y vete a casa con tu familia.
-Gracias - se limitó a decir Ramoncito cogiendo entre sus manos el dinero. Luís le abrió y el niño se perdió rápidamente.
Luis levantó el teléfono y llamó. Roberto sentado en el balance de su casa en el reparto Sueño levantó el auricular.
-¿Luís? ¿Dónde estás? No cometas esa locura.
-¿Por qué no? El hombre está en el café. Tiene de escolta dos soldados.
-Aún así. Por ahí hay demasiadas patrullas.
-Ricardo merece justicia.
-Tienes razón. Pero te estás exponiendo. ¿Entiendes?
-Correré el riesgo.
-No lo hagas: es una orden…
Roberto no escuchó la voz de amigo nuevamente. Solo aquel sonido cuando de del otro lado se cuelga sin avisar.
Luís tenía metido en la cintura el revólver y la camisa carmelita se lo tapaba. Lo sacó, observó las seis balas con detenimiento, y suspiró. Cerró la rueda volviendo a colocar el arma en su lugar.
Se tiró sobre un mueble y pensó en su madre. Dios mío, se dijo bajito y siguió pensando, no quería dejar sola a su madre, pero recordaba, como si fuese fuego quemándole dentro, el cuerpo de Ricardo, su primo, que había aparecido flotando en la bahía con el pecho cernido a balazos.
Las campanadas anunciaban que ya eran las cuatro. Tragó en seco. Se levantó y se arregló la camisa como queriendo quitar las arrugas de la tela, tomó el libro que estaba sobre la mesita de centro.
El capitán se había quedado embobado escuchando boleros prendido a su tabaco. Sacó del bolsillo del pantalón una pequeña fotografía y la miraba con cierta satisfacción.
-Me dejó de llamar Armando Rodríguez si esta noche no te pesco, dijo bajito, rabioso, dándole con el dedo a la imagen.
Luís salió rumbo a la cafetería. Don Germán lo vio entrar y acercarse a la barra. Se puso de espaldas a las mesas y se dirigió al viejo que seguía obsesionado dándole brillo a las vasijas.
-Buenas tardes- dijo con tranquilidad.
-¿Desea usted algo?
-Un café bien fuerte, por favor.
-Siéntese, enseguida le sirvo.
-Como diga.
Caminó despacio hacia unas de ellas y se sentó suavemente. El capitán tarareando su bolero no se interesó mucho aquel joven, tampoco los soldados.
Luís tomaba su taza y con el rabo del ojo fijaba su objetivo. Eran tres, pero le interesaba uno, lo demás sería tratar de escapar. Terminando el café sacó una libreta y abrió el libro sobre la mesa.
El viejo le interrumpió para recoger la taza, le había dado el día libre a Tito, el mozo que le ayudaba en el negocio. Luego buscó las del Capitán y los guardias.
Bajó la cabeza, se estrujó los ojos. La muerte rondaba la ciudad mostrándose en los cuerpos comidos por las auras, en los torturados detrás de los muros, por primera vez había vencido el miedo y comprendía mejor a Ricardo.
El disparo fue rápido y certero. El Capitán se desplomó y Luís disparó por segunda vez dándole en el pecho a uno de los soldados que ya casi le apuntaba con su rifle.
Don Germán nervioso se había tirado al suelo desde el primer disparo. Lo único que pudo decir cuando llegaron al lugar otras dos perseguidoras fue que no conocía a aquel muchacho que yacía sobre el piso con un balazo en la frente y mucho menos al soldado que le había disparado y que ahora estaba llorando, tembloso, al lado del traganíquel.
Cañizo, 9 de mayo de 2014.
…un día de abril de 1958.
La microonda se detuvo frente la cafetería y don Germán a través del cristal vio como se apeaban de ella sus tres ocupantes mostrando sus rifles. Limpiaba las tazas cuando el capitán y los dos soldados tiraron la puerta y sin decir palabra se sentaron en unas de las mesas del centro. Don Germán conocía al capitán, era un hijo de puta de esos que no creían ni en su madre. Dejó las tazas a un lado y fue hasta ellos. Les sirvió café y fingió una sonrisa.
-¿Cómo van las cosas?- preguntó el capitán sarcástico, sacando al mismo tiempo un tabaco. Uno de los soldados le brindaba fuego.
-Todo tranquilo capitán. Usted sabe, balbuceó rápidamente.
-Más te vale. Más te vale.
Los soldados le miraron con cierta ingenuidad, por lo que observó no pasaban de treinta años.
-¿Desean algo más?
-Por el momento nada, respondió el capitán ahora mirándolo, desafiante, restregándole en la cara el humo.
Se retiró entonces y desde la barra se sentó en su banqueta. Estos harán lo de siempre: llegan, consumen y se van sin pagar… pensaba.
El capitán siguió fumando con aire de sicario, cuando entró al establecimiento un chiquillo negro de unos nueve años. Ojeó hacia la mesa, asustado, y uno de los soldados le hizo una mueca.
-¿Qué quieres Ramoncito?, llamó Don Germán.
-Buenas, don. Aquí le traigo el real que le debe mi papá.
-Tráelo, hijo.
El muchacho se acercó y le entregó el dinero. Después, sin despedirse, salió corriendo de la cafetería. Don Germán se limpió las manos y fue rumbo al traga níquel que tenía a un lado de la barra. Puso unos boleros y otra vez volvió a su lugar.
El chiquillo que había salido de prisa siguió hasta unas seis cuadras donde un joven llamado Luís lo esperaba con la puerta semiabierta.
Cuando lo vio aparecer le hizo señas y el niño ágilmente entró y se cerró la puerta.
-¿Y bien?- preguntó ansioso Luís.
-La microonda está parqueada al frente. Dentro hay dos guardias y uno vestido de azul que parece policía.
Es él sin duda. Nunca falta al café de don Germán por ser apartado y tranquilo, pensó Luís.
-Gracias, vejigo. Aquí tienes, compra algo y vete a casa con tu familia.
-Gracias - se limitó a decir Ramoncito cogiendo entre sus manos el dinero. Luís le abrió y el niño se perdió rápidamente.
Luis levantó el teléfono y llamó. Roberto sentado en el balance de su casa en el reparto Sueño levantó el auricular.
-¿Luís? ¿Dónde estás? No cometas esa locura.
-¿Por qué no? El hombre está en el café. Tiene de escolta dos soldados.
-Aún así. Por ahí hay demasiadas patrullas.
-Ricardo merece justicia.
-Tienes razón. Pero te estás exponiendo. ¿Entiendes?
-Correré el riesgo.
-No lo hagas: es una orden…
Roberto no escuchó la voz de amigo nuevamente. Solo aquel sonido cuando de del otro lado se cuelga sin avisar.
Luís tenía metido en la cintura el revólver y la camisa carmelita se lo tapaba. Lo sacó, observó las seis balas con detenimiento, y suspiró. Cerró la rueda volviendo a colocar el arma en su lugar.
Se tiró sobre un mueble y pensó en su madre. Dios mío, se dijo bajito y siguió pensando, no quería dejar sola a su madre, pero recordaba, como si fuese fuego quemándole dentro, el cuerpo de Ricardo, su primo, que había aparecido flotando en la bahía con el pecho cernido a balazos.
Las campanadas anunciaban que ya eran las cuatro. Tragó en seco. Se levantó y se arregló la camisa como queriendo quitar las arrugas de la tela, tomó el libro que estaba sobre la mesita de centro.
El capitán se había quedado embobado escuchando boleros prendido a su tabaco. Sacó del bolsillo del pantalón una pequeña fotografía y la miraba con cierta satisfacción.
-Me dejó de llamar Armando Rodríguez si esta noche no te pesco, dijo bajito, rabioso, dándole con el dedo a la imagen.
Luís salió rumbo a la cafetería. Don Germán lo vio entrar y acercarse a la barra. Se puso de espaldas a las mesas y se dirigió al viejo que seguía obsesionado dándole brillo a las vasijas.
-Buenas tardes- dijo con tranquilidad.
-¿Desea usted algo?
-Un café bien fuerte, por favor.
-Siéntese, enseguida le sirvo.
-Como diga.
Caminó despacio hacia unas de ellas y se sentó suavemente. El capitán tarareando su bolero no se interesó mucho aquel joven, tampoco los soldados.
Luís tomaba su taza y con el rabo del ojo fijaba su objetivo. Eran tres, pero le interesaba uno, lo demás sería tratar de escapar. Terminando el café sacó una libreta y abrió el libro sobre la mesa.
El viejo le interrumpió para recoger la taza, le había dado el día libre a Tito, el mozo que le ayudaba en el negocio. Luego buscó las del Capitán y los guardias.
Bajó la cabeza, se estrujó los ojos. La muerte rondaba la ciudad mostrándose en los cuerpos comidos por las auras, en los torturados detrás de los muros, por primera vez había vencido el miedo y comprendía mejor a Ricardo.
El disparo fue rápido y certero. El Capitán se desplomó y Luís disparó por segunda vez dándole en el pecho a uno de los soldados que ya casi le apuntaba con su rifle.
Don Germán nervioso se había tirado al suelo desde el primer disparo. Lo único que pudo decir cuando llegaron al lugar otras dos perseguidoras fue que no conocía a aquel muchacho que yacía sobre el piso con un balazo en la frente y mucho menos al soldado que le había disparado y que ahora estaba llorando, tembloso, al lado del traganíquel.
Cañizo, 9 de mayo de 2014.
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