sábado, 23 de septiembre de 2017

Crónica sobre mi abuela.


I

Parte frontal del Carné que llevó mi abuela durante sus últimos días
"Mi abuela está agonizando. Parece un pedazo de plastilina deformada con el vago aspecto de lo que fue en antaño una guajira fuerte para trabajar por su vida y las de su muchachos. Abuela se va a morir y yo no puedo darle aliento ni me puedo cumplir los deseos que tengo de darle de mi energía para que llegue a los cien. Se me va la vieja pero me queda sus huellas. La más profunda es que siempre mostró amor a pesar de que algunas de las situaciones demandaban hasta rajarle la cabeza a alguien. Viví con ella algunos cursos de mi primaria y jamás me faltó un plato de algo que llevarme a la boca cuando venía los mediodías de la escuela. Estábamos a finales de los famosos 90 que volvieron al mundo unipolar. Estaba la cosa mala y por lo general el menú indicaba fufú (de fongo o plátanos) desde el desayuno hasta la cena. Tampoco en casa se hacían pintorescos refrescos que han aumentado hoy en día. Había que coger unas cuantas cucharadas de azúcar prieta y mezclarlas con agua y disfrutarlas. No tengo fotografías que colgar para respaldar esta crónica. Mi abuela, aquella que se las inventaba por todos, con aquel corazón sin igual en el universo, no quiere levantarse más. Ya no volveré a tomar café de sus manos. Tendré que resignarme a guardar el recuerdo del gusto y tratar mientras respire nunca olvidarme de él. No puedo resistir verla como está. ¿Me fui lejos de Baire para escribir este breve párrafo? Digo estar listo para la noticia pero es mentira. Tengo en el fondo miedo regresar y encontrarme a todos llorando."
Dos Bisnietos de mi abuela
Escribí el párrafo anterior sentado en una de las esquinas de la emisora Radio Grito de Baire el día de gracia del once de agosto de 2017 y también, once días después, mi abuela fallecía a eso de las cinco y media de la tarde luego de volver mi padrastro y yo a casa de picar piedras. Como se puede apreciar aquella mañana no tenia ninguna fotografía. Hoy se puede ver que he conseguido al menos la del carné que la acompañó los últimos diecisiete años de su vida. De mi abuela hay tanto que decir. No pretendo que este texto sea famoso y me importa poco si llega a tener o no relevancia. Para mí la tiene y esta crónica es el homenaje que le quiero dedicar, eso nomás es lo que quiero dejar bien claro. 
Magalis Fernández Aguilar, una de sus hijas

Mi abuela se llamaba Euvelina Aguilar Fernández. Nació el 9 de febrero de 1929 en la Sierra Maestra. Hija de Fidel Aguilar y de Estelvina Fernández fue la esposa de Franklin Fernández  Garcés y madre de once muchachos entre los que se encuentra mi madre y curiosamente otro Arnoldo Fernández que abandonó Cuba en la década del 80 dejando dos niñas pequeñas. Llegué a la familia cuando faltaban cuarenta días para que terminara 1990 y entre tantos locos que ya contaba la familia transcurrieron mis primeros meses. Según mi padre que vivió aquellos tiempos en Baire haciendo múltiples trabajos para poder sobrevivir, abuela fue una mujer extraordinaria que veía a los hijos siempre pequeños aunque estos ya no lo fueran.
   
    -Si el mundo tuviera madres con el corazón de esa vieja fuese un lugar maravilloso –me decía y me sigue diciendo.
 
Papá no mentía cuando afirmaba esto porque sin especular, fui testigo de las veces en que la vi quitarse lo que estuviera comiendo cuando llegaba a la casa algún nieto y sin dudarlo dejaba de darle mordidas y se lo daba. 
Nieta y bisnieta respectivamente

Era la primera en levantarse. 

Entonces la casa se llenaba a aroma de café y humo. Nos despertábamos uno a uno. Descalzo me asomaba a la cocina, le pedía un trago y la vieja me regañaba por tener los pies pegaos a tierra. Por la cerca se asomaban algunos de los vecinos y le pedían un buchito o la saludaban con el Uve, ¿Cómo anda? de cada mañana, antes de seguir sus diferentes destinos bajo la neblina que caracterizaba al amanecer por aquellos tiempos. A mí nunca me faltó el pan aunque sea con aceite o con huevo de gallina criolla y mi vaso de café con leche  sobre la mesa cuando tenía que partir a recibir clases en la escuelita de El Cayo. 

Para abuela como buen cubana no le podía faltar ese brebaje tan caribeño ni sus tabacos Made in Casa que algunos productores independientes hacían en la mismo barrio. (Recuerdo que por un tiempo ya yo crecido traté de hacerle una huelga generalizada cuando me pedía que le buscara unos ejemplares que se vendían a cincuenta centavos y yo me negaba rotundamente dando votos de jamás comprarle ninguno.)

Las primeras palabras antes de ponerse en pie y prender el fogón de leña  era llamar al Miso, uno de mis tíos, para saber cuándo partiría para el Plan Vianda.  

II

Dicen por ahí que el amor de pareja se acaba con el pasar de los años pero eso, estoy seguro que no pasó con abuelo, claro, sin dejar de restregarle hasta la muerte de que no fuera tan goloso, que dejara los calderos tranquilos cuando regresaba de ver la pelota o el boxeo y metía las manos en la olla de harina de maíz o en el arroz recién hecho. 

Emilia Fernández Aguilar, una de sus hijas mayores
En los ochenta y ocho febreros en los que pudo ver la luz del sol la doña fue la reina de su cocina y en el dos mil seis esas vueltas de la Revolución Energética y todos los huracanes juntos no la hizo desprenderse de los cuatro pilares de ceniza. Se podían ir al a mierda la olla arrocera y la hornilla eléctrica. Nadie tendría el coraje ni los cojones de desbaratarle el fogón mientras ella respirase. Era un curiosidad que todos los hogares cocinaban con los nuevos equipos y desde la Calle E  no. 4 del reparto Vista Alegre, Baire, conocido popularmente como Barrio Mocho y otros nombres del imaginario popular, el humo se elevase al cielo día a día. Los más viejos del barrio la saludaban y yo sentía que aquellos afectos demostraban que las gentes de antes tal vez tenían más amor que los de ahora.

 


III
 
Muchos se empeñan en afirmar que yo fui un niño malcriado y que a veces irritaba a los mayores. Abuela a pesar de tener su alma llena de bondad también tenia sangre en las venas y sus arranques de vez en cuando. Ella cuando se molestaba conmigo o con alguno de mis incontables primos, siempre la culpa la pagaba nuestras piernas y la mata que en esta región de Cuba afirmamos en llamar Guataca de Burro, que en muchos lugares sirven en cayo como una especie de cercado. Fueron entonces las tantas veces en que nos sentimos en la necesidad de darnos a la fuga para no sentir el fuetazo que era por donde nos cogiera sin tantas explicaciones. Si no lograba sonarnos oíamos desde lejos que nos decía que ella era como un gato, que este no cogía el ratón corriendo. Luego se mantenía en vela y cuando pensábamos que todo había pasado nos arrinconaba para cobrarnos lo debido. Pienso hoy que aquellos guatacaburrazos pusieron en nuestras vidas su granito y la cordura que tenemos en la actualidad se la debemos a la Uve. 

Recuerdo siempre las noches en las que se ponía a contarnos como era su vida en las lomas, aquellas épocas antes del Triunfo en las que con dos o tres hijos chiquitos y ya preñada de otro se alzaba en los cafetales recogiendo el grano, de cuando una avioneta buscando a los rebeldes tiró algunas de sus bombas cerca del bohío, de aquellos vecinos que todavía recordaba uno a uno, de aquel mundo que ya existía cuando mis padre y su hija no eran ni semen ni óvulos listos para el milagro. En sus últimos lustros de vida, no cabía mañana, luego de colado el café en la que, echando un humo mirando al camino, sentada desde una esquina de su cama asomando a la ventana, no recordase los viejos tiempos o pensara en qué cocinaría o cuando lo haría.

IV 
Mi madre y yo

Entre los hermanos nunca faltan sus peleítas y mis tiazos varones no estuvieron exentos de esta costumbre tan humana. En casos de esos mi abue tomaba palo de escoba en mano y como buen jueza que era repartía palazos a izquierda y a derecha aplacando la bronca. Abuela comentaba que el trabajo no le quitaba ningún pedazo al hombre y que el tener las manos callosas no significaba ninguna deshonra, al contrario, bienaventurados los que mostraban al mundo las suyas como islas llenas de montañas. 

No existía ningún despenque de maní en la zona, por ejemplo, al la que no indujera a sus hijos en aras de buscarse unos pesos. A pesar de ser una guajira toda la vida brillaba por la atención que les brindaba a conocidos y a desconocidos. Recuerdo que nunca le vi negarle el café ni a aquellos vendedores del grano que a veces se lo vendían a altos precios. El reparto Vista Alegre se llenaba de comerciantes en bicicletas y de a pie y ninguno puede dar mala fe de que aquella señora flaca y menuda  de la primera calle ni aunque sea unas palabras de usted a usted dijera. Hasta Israel el loco en sus incontables caminatas llegaba cantando con la niebla y la vieja le preparaba un jarro metálico bien calentito. Luego Israel daba las gracias y en aquel idioma que solo el entiende seguía su peregrinar. Cuando chama medaba miedo. Esperaba que se fuera y abuela sonreía porque sabía.


V

Wilder, otro de sus nietos
Abuela tenía a Cristo en su hacer cotidiano. Jamás lo oí referirse a él para que tuviese misericordia ni por uno ni por otro exclusivamente, rogaba por todos.
     -Acuérdate de nosotros los pobres –decía si les faltaba dinero para sacar los mandados o si algunos de nosotros estaba metido en algún problema de cualquier índole.

Para ella sus hijos no solo eran aquellos salidos de su vientre sino también las generaciones engendradas por estos hasta los mismísimos tataranietos. Ignoro, porque nunca se me ocurrió preguntarle, quién le había hablado por primera vez ni en qué época de Dios. Pero si puedo asegurar que fue ella quien nos inculcó desde su manera peculiar creer en la sombra del Divino que nos protege desde las Alturas.  

VI

Otra nieta y bisnieto
Para sacarla de la casa cuando se sentía algún malestar o simplemente se sospechaba de algún síntoma, hacia al policlínico o al consultorio, la tarea se tornaba una odisea. ¿Miedo o terquedad? Solo ella tenía la respuesta. Se sentaba en una de las esquinas del viejo multimueble como tronco de piñón echando raíces profundas mientras que pensativa sacaba su tabaco y lo prendía. En silencio aspiraba y soltaba las bocanadas y ni su propia madre si resucitaba para pedírselo, la hacía moverse del sitio. 

El porqué de esta crónica quizás un poco desorganizada se la debo al sueño que no pude realizar: de hacerle grabaciones y que ella misma me hablase de su vida, de cosas que ya nadie nunca sabrá. Mientras me toque vivir y tener la mente lúcida sobre mi pasado, de mi procedencia, de gentes que contribuyeron a mi formación, abuela será en mi recuerdo una gran mujer, alguien que demostró con su ejemplo, que me dice desde ultratumba que olvidarla sería la peor de las traiciones que le puedo hacer a su legado.

Finales de agosto – 8 de septiembre de 2017.

Olber Gutiérrez Fernández. 

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...