martes, 5 de diciembre de 2017

Viaje a Mar Verde del Turquino: 6 décadas del combate



Lugar donde cayera Ciro Redondo García

La primera vez que oí su nombre fue cuando en el año 2002 entré a la secundaria básica que en el poblado de Caletón Blanco, Guamá, lleva su nombre. La figura del artemiseño Ciro Redondo García empezó a tornarse en mi mente desde que los profesores encargados de la tarea nos dieron la autobiografía que lo acompañaba como mártir de aquel centro. Alguna vez desee entonces subir al lugar donde aquel fatídico día de noviembre de 1957 una bala le atravesó el cráneo sembrándolo para siempre en la inmortalidad. Hace dos años tuve la primera de esas oportunidades que te dan la vida para cumplir tus anhelos. No pude asistir a tal cita por cuestiones del destino ni ese año ni el próximo, debido al fallecimiento del líder histórico de la revolución el 25 de noviembre de 2016. Ahora la cosa ha sido diferente. Por estos días se cumplieron los sesenta de aquel combate y todavía me duelen, a la hora de redactar esta crónica, las piernas de la caminata de más de veinte kilómetros desde la base del campismo La Mula hasta el mismísimo sitio donde se erigiera una columna que le muestra al visitante dónde ocurrió la muerte de Ciro. La edición de esta proeza la realizamos los jóvenes del municipio. Salimos a las cinco y media de la mañana cuando el sol aun no daba señales. Ya tenía entendido que los pasos del río eran unos cuántos pero no la magnitud de lo congelada del agua cuando en el primer paso tuve que meter las botas sin más opciones y me hundí hasta las rodillas. El ambiente húmedo, las aves del monte que despertaban, otras que se dormían nos advirtieron sintiéndonos los intrusos. El grupo de más de cincuenta avanzábamos alejándonos del puente que unos treinta o cuarenta minutos antes en silencio nos vio partir. De pronto nuestro guía nos dio el alto por vez primera para esperar a los que por una cuestión u otra se empezaban a rezagar. Algunos en ese momento no aguantaron los deseos y sacaron algunas de las cosas que llevaban para merendar. Yo saqué del estuche la cámara, la única pertenencia que me llevé consigo loma arriba e hice las primeras instantáneas de los que con cautela cruzaban con miedo de caerse en el medio de la corriente, que, no muy fuerte, cortaba de lo fría que estaba. Mientras avanzábamos empezamos a hacernos chistes para no aburrirnos. Después de las dos primeras horas y media de marcha, cuando el agotamiento empezó a notarse, pensé inevitablemente en aquellos hombres que luego del desembarco del Granma no tuvieron más cosas que aquellas lomas y no más de pertenencias además de las botas y el uniforme verde olivo, una mochila, cajas de balas, un fusil. Yo solamente portando una cámara fotográfica me empezaba a quejar por la caminata de solo un día. Ellos que vivieron aquí y ofrendaron su todo por dos largos años. Sentado en la loma que hay antes de llegar al pequeño valle en donde se encuentra Mar Verde una señora me alcanzó. Ya los demás se encontraban distantes. Me preguntó qué hacía solo ahí, observando el camino recorrido. Amablemente le respondí diciéndole quien era, de las pocas experiencias que tenía subiendo montañas. Me dijo que lo que me pasaba era normal para los principiantes. ¿Usted viene a cada rato?, pregunté. Así pude saber que aquellos parajes hacían seis años que no la veían. Ya pasaban más de media hora que mi pierna izquierda me dolía. La señora siguió adelante dejándome sentado en el mismo sitio. Tomando fuerzas me acomode las botas y aguantando el latido alcancé el firme en pocos minutos. ¡Qué alegría al ver el último paso de río! Allí sin pensarlo dos veces dejé la cámara sobre una piedra y floté largamente sobre las aguas del Turquino, líquido en estos montes refrescante como un bálsamo que a mi cuerpo le hizo bien. Tirado en medio de la posa me liberé de los pesados calzados, uní los cordones y de uno solo los lancé a la orilla. Por un momento me sentí el único hombre a mil kilómetros a la redonda. Aliviado me encontré la primera casa. En ella me dijeron que me restaban al menos quinientos metros. Gran sorpresa se llevaron aquellos que la noche anterior me decían que yo no llegaba y llamándome estos me indicaron donde estaban dando la merienda. Luego les pregunté cómo se llegaba al lugar al que no  debía de dejar de ir. Me lo señalaron y tirando las botas a una de las esquinas, medio cojo atravesé el cafetal que me indicaba el camino. Era ya un hecho el que no podía caminar en perfectas condiciones pero las ganas de retratar mi verdadero objetivo no podían quedar frustradas. Así pues, chapoleando fango y sintiendo en mis pies las piedras llegué al fin adonde seis décadas atrás quedó tirado el cadáver de Ciro. Cuando asomaba ya el acto que sería realizado estaba terminando. Esperé entonces que concluyera para tirar la fotografía que encabeza esta crónica aún antes de que fueran retiradas las dos banderas. Uno de los presentes advirtió que presentaba problemas al caminar y amablemente me cedió su caballo. Supe mientras me acompañaba, que su padre, de apellido Verdecia, según las historias que escuchó desde niño, fue uno de los campesinos participante en aquel combate. El claro que sirve de asentamiento a los habitantes del lugar, cuenta con una hidroeléctrica, un consultorio, una tienda y una escuelita. Todos estos establecimientos en las esquinas. En el centro un hermoso campo verde bien despejado y en las cercanías, el paisaje armonizado con los palmares y otras especies hacen un juego maestro hecho por la madre naturaleza. El almuerzo no pudo ser más cubano: una cajita de congrí, yuca y carne de puerco asada que en lo personal fue un manjar enviado por el mismo Dios. Sentado en una de las escaleras del consultorio, en donde me encontraba reportado por mi dolor, degusté de la cajita mirando las lomas con toda la calma del mundo. Entre mis pensamientos estaba una duda: ¿de qué forma y a qué hora llegaría a La Mula donde pasadas las cinco de la tarde volveríamos a nuestros lugares? De un momento a otro el guía dio la orden de partida. El grupo, de los cuales muchos no llegaron hasta la tumba, se abalanzaron por el trillo. Los últimos en salir fuimos tres. Yo aquejado no le di a demostrar a nadie mi padecer y antes de salir pase revista a las fotografías guardadas en la memoria de la Panasonic. Me puse las botas en el mismo paso de río en el que me las había quitado. Después les metí diente a algunas mandarinas que me había regalado la misma señora con la que tres horas atrás conversara. El descenso era todo lo contrario a la subida. En el primer caso no conocía exactamente dónde quedaba mi destino. Ya en este sentido tenía la experiencia recién acumulada. Eran aproximadamente cuatro horas en la guagüita de San Fernando. Arribamos, para ahorrarme las ideas, y para no abusar de los recuerdos, en eso de las cuatro y media al campismo. Tuve suerte de toparme con un arriero que brindándome un mulo, no me dejó otra opción que aprender en unos minutos a montarlo. En el primer intento no faltó nada para meterle la cara a las piedras. Riéndose el arriero me indicó que aquello era como montar bicicleta y sin muchas ganas de reírme yo intente hacerle caso. Exactamente a las 5:21 ya estábamos tumbados en los asientos del ómnibus, unos molidos, otros, como yo, pensando en la aventura vivida. De este mérito que se me ha dado de visitar uno de los sitios sagrados que es Mar Verde del Turquino, casi a los pies del punto más alto que tiene la isla de Cuba.

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