Lugar donde cayera Ciro Redondo García |
La primera vez que oí su nombre fue cuando en
el año 2002 entré a la secundaria básica que en el poblado de Caletón Blanco,
Guamá, lleva su nombre. La figura del artemiseño Ciro Redondo García empezó a
tornarse en mi mente desde que los profesores encargados de la tarea nos dieron
la autobiografía que lo acompañaba como mártir de aquel centro. Alguna vez
desee entonces subir al lugar donde aquel fatídico día de noviembre de 1957 una
bala le atravesó el cráneo sembrándolo para siempre en la inmortalidad. Hace
dos años tuve la primera de esas oportunidades que te dan la vida para cumplir
tus anhelos. No pude asistir a tal cita por cuestiones del destino ni ese año
ni el próximo, debido al fallecimiento del líder histórico de la revolución el
25 de noviembre de 2016. Ahora la cosa ha sido diferente. Por estos días se
cumplieron los sesenta de aquel combate y todavía me duelen, a la hora de
redactar esta crónica, las piernas de la caminata de más de veinte kilómetros
desde la base del campismo La Mula hasta el mismísimo sitio donde se erigiera
una columna que le muestra al visitante dónde ocurrió la muerte de Ciro. La
edición de esta proeza la realizamos los jóvenes del municipio. Salimos a las
cinco y media de la mañana cuando el sol aun no daba señales. Ya tenía
entendido que los pasos del río eran unos cuántos pero no la magnitud de lo
congelada del agua cuando en el primer paso tuve que meter las botas sin más
opciones y me hundí hasta las rodillas. El ambiente húmedo, las aves del monte
que despertaban, otras que se dormían nos advirtieron sintiéndonos los
intrusos. El grupo de más de cincuenta avanzábamos alejándonos del puente que
unos treinta o cuarenta minutos antes en silencio nos vio partir. De pronto
nuestro guía nos dio el alto por vez primera para esperar a los que por una
cuestión u otra se empezaban a rezagar. Algunos en ese momento no aguantaron
los deseos y sacaron algunas de las cosas que llevaban para merendar. Yo saqué
del estuche la cámara, la única pertenencia que me llevé consigo loma arriba e
hice las primeras instantáneas de los que con cautela cruzaban con miedo de
caerse en el medio de la corriente, que, no muy fuerte, cortaba de lo fría que
estaba. Mientras avanzábamos empezamos a hacernos chistes para no aburrirnos.
Después de las dos primeras horas y media de marcha, cuando el agotamiento
empezó a notarse, pensé inevitablemente en aquellos hombres que luego del
desembarco del Granma no tuvieron más cosas que aquellas lomas y no más de pertenencias
además de las botas y el uniforme verde olivo, una mochila, cajas de balas, un
fusil. Yo solamente portando una cámara fotográfica me empezaba a quejar por la
caminata de solo un día. Ellos que vivieron aquí y ofrendaron su todo por dos
largos años. Sentado en la loma que hay antes de llegar al pequeño valle en
donde se encuentra Mar Verde una señora me alcanzó. Ya los demás se encontraban
distantes. Me preguntó qué hacía solo ahí, observando el camino recorrido. Amablemente
le respondí diciéndole quien era, de las pocas experiencias que tenía subiendo
montañas. Me dijo que lo que me pasaba era normal para los principiantes.
¿Usted viene a cada rato?, pregunté. Así pude saber que aquellos parajes hacían
seis años que no la veían. Ya pasaban más de media hora que mi pierna izquierda
me dolía. La señora siguió adelante dejándome sentado en el mismo sitio.
Tomando fuerzas me acomode las botas y aguantando el latido alcancé el firme en
pocos minutos. ¡Qué alegría al ver el último paso de río! Allí sin pensarlo dos
veces dejé la cámara sobre una piedra y floté largamente sobre las aguas del
Turquino, líquido en estos montes refrescante como un bálsamo que a mi cuerpo
le hizo bien. Tirado en medio de la posa me liberé de los pesados calzados, uní
los cordones y de uno solo los lancé a la orilla. Por un momento me sentí el
único hombre a mil kilómetros a la redonda. Aliviado me encontré la primera
casa. En ella me dijeron que me restaban al menos quinientos metros. Gran
sorpresa se llevaron aquellos que la noche anterior me decían que yo no llegaba
y llamándome estos me indicaron donde estaban dando la merienda. Luego les
pregunté cómo se llegaba al lugar al que no
debía de dejar de ir. Me lo señalaron y tirando las botas a una de las
esquinas, medio cojo atravesé el cafetal que me indicaba el camino. Era ya un
hecho el que no podía caminar en perfectas condiciones pero las ganas de
retratar mi verdadero objetivo no podían quedar frustradas. Así pues,
chapoleando fango y sintiendo en mis pies las piedras llegué al fin adonde seis
décadas atrás quedó tirado el cadáver de Ciro. Cuando asomaba ya el acto que sería
realizado estaba terminando. Esperé entonces que concluyera para tirar la
fotografía que encabeza esta crónica aún antes de que fueran retiradas las dos
banderas. Uno de los presentes advirtió que presentaba problemas al caminar y
amablemente me cedió su caballo. Supe mientras me acompañaba, que su padre, de
apellido Verdecia, según las historias que escuchó desde niño, fue uno de los
campesinos participante en aquel combate. El claro que sirve de asentamiento a
los habitantes del lugar, cuenta con una hidroeléctrica, un consultorio, una
tienda y una escuelita. Todos estos establecimientos en las esquinas. En el
centro un hermoso campo verde bien despejado y en las cercanías, el paisaje
armonizado con los palmares y otras especies hacen un juego maestro hecho por
la madre naturaleza. El almuerzo no pudo ser más cubano: una cajita de congrí,
yuca y carne de puerco asada que en lo personal fue un manjar enviado por el
mismo Dios. Sentado en una de las escaleras del consultorio, en donde me
encontraba reportado por mi dolor, degusté de la cajita mirando las lomas con
toda la calma del mundo. Entre mis pensamientos estaba una duda: ¿de qué forma
y a qué hora llegaría a La Mula donde pasadas las cinco de la tarde volveríamos
a nuestros lugares? De un momento a otro el guía dio la orden de partida. El
grupo, de los cuales muchos no llegaron hasta la tumba, se abalanzaron por el
trillo. Los últimos en salir fuimos tres. Yo aquejado no le di a demostrar a
nadie mi padecer y antes de salir pase revista a las fotografías guardadas en
la memoria de la Panasonic. Me puse las botas en el mismo paso de río en el que
me las había quitado. Después les metí diente a algunas mandarinas que me había
regalado la misma señora con la que tres horas atrás conversara. El descenso
era todo lo contrario a la subida. En el primer caso no conocía exactamente dónde
quedaba mi destino. Ya en este sentido tenía la experiencia recién acumulada.
Eran aproximadamente cuatro horas en la guagüita de San Fernando. Arribamos,
para ahorrarme las ideas, y para no abusar de los recuerdos, en eso de las
cuatro y media al campismo. Tuve suerte de toparme con un arriero que
brindándome un mulo, no me dejó otra opción que aprender en unos minutos a
montarlo. En el primer intento no faltó nada para meterle la cara a las
piedras. Riéndose el arriero me indicó que aquello era como montar bicicleta y
sin muchas ganas de reírme yo intente hacerle caso. Exactamente a las 5:21 ya
estábamos tumbados en los asientos del ómnibus, unos molidos, otros, como yo,
pensando en la aventura vivida. De este mérito que se me ha dado de visitar uno
de los sitios sagrados que es Mar Verde del Turquino, casi a los pies del punto
más alto que tiene la isla de Cuba.
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