viernes, 22 de septiembre de 2017

Eduard no murió...


"...¿Alguien duda que la muerte marca el inicio?..."
Orlando Concepción, LECCIONES PARA MORIR

Eduard Encina, una amiga y yo, abril 2017
Hay momentos grandes en la vida. Uno fue haberlo conocido en el verano de los juegos de Beijing cuando me lo presentó en la casa de la cultura de Baire, Joan Manuel, amigo del barrio, instructor de arte y pintor. Por entonces me creía poeta. Me habló del Café Bonaparte y del taller literario que armaba en su casa todos los domingos. Le comenté que gustaba de música de la talla de Varela, Silvio y otros. Me dijo que me consiguiera un disco, lo demás correría de su parte. Fue una tarde noche la primera vez que pasé cerca del estadio y cogí la línea para llegar a su Cuartel de las Palabras. Con el tiempo las visitas aumentaron. Ya no pude despegarme de la literatura y aunque mis poemas eran malos seguí asistiendo como un fiel a su templo. 

Las clases comenzaban, ya tenia que volver a las matemáticas y a todo lo demás pero no había ni hubo noche en la que no añorase desde entonces volver. Alentado en ver que creyó en mí aceptándome en el grupo escribí mi primer cuento. Él descubrió el narrador y hasta mis últimos días le estaré eternamente agradecido. No puedo creer ni creeré nunca que ya no esté. Eduard camina mas firme a mi lado. Escucho su voz llamando a Mailer o corrigiendo las andanzas del Malcolm y del Handel por el patio o diciéndome que luche por terminar mi carrera y que buscara a Dios para hallar la paz.   

    Escuchare en mi corazón las lectura que hacia de sus textos, guardaré como tesoro que ya son los ejemplares que me dedicó de su puño y letra. No olvidaré (y se lo pido a Cristo de su inmensa misericordia que me ayude) su mirada; mirada amiga que me aconsejaba, aquella que desde ahora voy a extrañar con el alma. El Contramaestre no lo llorara, yo no lo voy a llorar. Mi hermano está mas vivo que nunca. Quedarán en la memoria aquellas jornadas veraniegas en las que todo el piquete junto a él nos sentábamos en cualquiera de las mesas del Café Cantante y debatíamos tomándonos tazas y más tazas, sus peñas en las que hacía del pueblo asistente su cómplice, los momentos en la sede de la AHS contramaestrense cuando vacilábamos y hasta como buen cubanos que somos nos dábamos cuero. Una de las inmensas virtudes que admiré (y seguiré admirando del gordo) era esa capacidad que tuvo para brindarle amistad incluso a sus enemigos. 

    El amor vivía en su humildad. Humildad demostrada por ejemplo en que siempre quiso escribir (y escribió) desde su esquinita en la Carretera Central sin olvidar a sus coterráneos de tierra adentro ni apartarse de ellos. Que les quede claro a los que lo conocieron: el camino empieza ya, no se detiene. No hay tiempo para lágrimas. Quien desee recordarlo como el inigualable hombre que fue que cuando piense en Eduard Encina Ramírez grite: no murió, Eduard no murió. No voy a mentirle, ni le mentiré a nadie, con decir que no extrañaré su presencia física de ahora en adelante. Estoy convencido de que nos hará falta y tengo la fe de que como él mismo dijera en la despedida de Orlando Concepción en noviembre de 2010: Un día (Mi hermano Eduard), también resucitará.


Olber Gutiérrez Fernández, 
10 de septiembre de 2017.   





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