sábado, 30 de septiembre de 2017

Últimas palabras para Encina.

 
Que estés desde ahora silenciado en algún punto del camposanto de la tierra que siempre amaste suena a ser una idea cruel, desgarradora. Aquella noche cuando aún Irma se ensañaba con el occidente de la Isla y la voz de Arnoldo confirmaba tu partida de este mundo, mi vida cambió. Desde ahora en lo adelante pensaré en ti inevitablemente siempre al cruzar el puente sobre el Contramaestre y cuando visite  aquellos lugares donde sé estuviste: esa va ser mi única defensa al saber que no te encontraré más sentado  en el Café Cantante y que no sentiré más tu presencia física.
Eduard, algunos amigos y yo, 26 de julio de 2016, Contramaestre.

    Queda en lo profundo de mi alma el placer inmenso de haber sido uno de tus tantos amigos y que me enseñaras entre tantas lecciones que las riquezas materiales de esta vida no se compara con este sentimiento tan humano.

   Las palabras exactas no me salen. No existen las adecuadas para describir lo que significaste y significas. Nunca de mi boca escuchaste decir gracias y hoy te las doy pues a tus consejos le debo en parte haberme  graduado en la Universidad a pesar de las adversidades por las que atravesé durante los cinco años de mi carrera. Pido  me perdones donde quiera que estés si en algún momento te hizo falta que yo te las diera.

    Fuiste un gran hermano y los hermanos que aman como tú lo hiciste no merecen ser olvidados porque el olvido es ofensa cuando recibes en la vida un bien como este que me hiciste de descubrir, de hacerme ver y creer a ciegas en esta en enfermedad tan dulce que es sentir amor por las letras.

    Ahora entiendo el valor extraordinario que era verte atravesar las calles desde tu casa hasta el Contramaestre día a día o verte detener tus pasos ante los umbrales de la librería para saludar al Puro o en la acera a las gentes anónimas del pueblo que te vio nacer y que hacían brotar de ti una sonrisa perpetua aunque las horas en tu cabeza fuesen amargas.

    Quizás muchas personas en algún momento quieran condenarte por habernos dejado solos tan tempranamente y al que se atreva a tal cosa que tenga en cuenta que en lo adelante estarás viviendo multiplicado en cada corazón y que saber hacerte venir en cada una de nuestras acciones, será la nueva lección que tendremos que aprender porque es así tu partida: una última clase magistral para que aprendamos que las huellas que nos dejaste son el rastro que debemos sujetar si tu vivir digno ejemplo nos fue.

    “Taller es la vida entera. Taller es cada hombre”: me decía Martí  y ahora le entiendo.
    Construiste el tuyo, y compartiste en él tantas virtudes, que escribir sobre ti es uno de los grandes retos que se le abre a aquellos que te conocieron de cerquita desde nuestro presente hacia ese futuro que ya se no presenta ya a rajatabla.

    El lugar que tienes por derecho en la literatura cubana  no se anidará en la nada, ahora les toca a tus amigos defendértelo, despejarlo de las malas hierbas para que el sol lo ilumine eternamente.

    Me van a acompañar toda la existencia aquella copia de tu novela Ñámpiti que me dedicaste de puño y letra un treinta de diciembre… la selección de escritos de Borges… el poemario Lupus…, y lo más fundamental, me vas a acompañar en todo momento porque todavía tienes cosas que decirme.

    “¿Ya como vaso frío, duerme en la tierra el poeta celebrado?” Tal vez: no me resigno a creerlo de una vez y por todas. Tu espíritu nos seguirá dando señales en los versos, en el canto que le tuviste al chispazo de tierra que anclado en el mar Caribe desde ahora te guarda respetuosa; como hijo y madre que fundidos en un abrazo eterno no quieren dejarse ir.

   “¿Ya está hueca, y sin lumbre tu cabeza altiva, que fue cuna de tanta idea grandiosa, mudo los labios, aquella mano que fue sostén de pluma honrada, sierva de amor y al mal rebelde?” De ninguna manera: más que nunca debes estar latiendo en nuestros pulsos, más que nunca te preguntaremos cuando nos visites en la brisa: ¿qué harías Encina en esto, qué harías Encina en aquello? 

   “¿Fuiste hombre que amó supo y creó, puso luces, vio por sí mismo, señaló nuevos rumbos, le sedujo lo bello, le enamoró lo perfecto, se consagró a lo útil?” Sí, lo afirmo. Y lo seguiré afirmando mientras exista luz en mi pensamiento.

    Me cuesta sentarme en los rincones y con lápiz y hoja blanca entrelazar estos pensamientos para homenajearte. No me hallo capaz de sacar de mi mente nada más. Te doy las gracias a ti y a Dios: a ti por haber existido en mi mismo tiempo, a Dios por haberte creado en la misma época donde al menos pude compartir contigo algunos años.

                                                                                                                   Olber Gutiérrez Fernández
                                                                                                                   27 de septiembre de 2017       

sábado, 23 de septiembre de 2017

Crónica sobre mi abuela.


I

Parte frontal del Carné que llevó mi abuela durante sus últimos días
"Mi abuela está agonizando. Parece un pedazo de plastilina deformada con el vago aspecto de lo que fue en antaño una guajira fuerte para trabajar por su vida y las de su muchachos. Abuela se va a morir y yo no puedo darle aliento ni me puedo cumplir los deseos que tengo de darle de mi energía para que llegue a los cien. Se me va la vieja pero me queda sus huellas. La más profunda es que siempre mostró amor a pesar de que algunas de las situaciones demandaban hasta rajarle la cabeza a alguien. Viví con ella algunos cursos de mi primaria y jamás me faltó un plato de algo que llevarme a la boca cuando venía los mediodías de la escuela. Estábamos a finales de los famosos 90 que volvieron al mundo unipolar. Estaba la cosa mala y por lo general el menú indicaba fufú (de fongo o plátanos) desde el desayuno hasta la cena. Tampoco en casa se hacían pintorescos refrescos que han aumentado hoy en día. Había que coger unas cuantas cucharadas de azúcar prieta y mezclarlas con agua y disfrutarlas. No tengo fotografías que colgar para respaldar esta crónica. Mi abuela, aquella que se las inventaba por todos, con aquel corazón sin igual en el universo, no quiere levantarse más. Ya no volveré a tomar café de sus manos. Tendré que resignarme a guardar el recuerdo del gusto y tratar mientras respire nunca olvidarme de él. No puedo resistir verla como está. ¿Me fui lejos de Baire para escribir este breve párrafo? Digo estar listo para la noticia pero es mentira. Tengo en el fondo miedo regresar y encontrarme a todos llorando."
Dos Bisnietos de mi abuela
Escribí el párrafo anterior sentado en una de las esquinas de la emisora Radio Grito de Baire el día de gracia del once de agosto de 2017 y también, once días después, mi abuela fallecía a eso de las cinco y media de la tarde luego de volver mi padrastro y yo a casa de picar piedras. Como se puede apreciar aquella mañana no tenia ninguna fotografía. Hoy se puede ver que he conseguido al menos la del carné que la acompañó los últimos diecisiete años de su vida. De mi abuela hay tanto que decir. No pretendo que este texto sea famoso y me importa poco si llega a tener o no relevancia. Para mí la tiene y esta crónica es el homenaje que le quiero dedicar, eso nomás es lo que quiero dejar bien claro. 
Magalis Fernández Aguilar, una de sus hijas

Mi abuela se llamaba Euvelina Aguilar Fernández. Nació el 9 de febrero de 1929 en la Sierra Maestra. Hija de Fidel Aguilar y de Estelvina Fernández fue la esposa de Franklin Fernández  Garcés y madre de once muchachos entre los que se encuentra mi madre y curiosamente otro Arnoldo Fernández que abandonó Cuba en la década del 80 dejando dos niñas pequeñas. Llegué a la familia cuando faltaban cuarenta días para que terminara 1990 y entre tantos locos que ya contaba la familia transcurrieron mis primeros meses. Según mi padre que vivió aquellos tiempos en Baire haciendo múltiples trabajos para poder sobrevivir, abuela fue una mujer extraordinaria que veía a los hijos siempre pequeños aunque estos ya no lo fueran.
   
    -Si el mundo tuviera madres con el corazón de esa vieja fuese un lugar maravilloso –me decía y me sigue diciendo.
 
Papá no mentía cuando afirmaba esto porque sin especular, fui testigo de las veces en que la vi quitarse lo que estuviera comiendo cuando llegaba a la casa algún nieto y sin dudarlo dejaba de darle mordidas y se lo daba. 
Nieta y bisnieta respectivamente

Era la primera en levantarse. 

Entonces la casa se llenaba a aroma de café y humo. Nos despertábamos uno a uno. Descalzo me asomaba a la cocina, le pedía un trago y la vieja me regañaba por tener los pies pegaos a tierra. Por la cerca se asomaban algunos de los vecinos y le pedían un buchito o la saludaban con el Uve, ¿Cómo anda? de cada mañana, antes de seguir sus diferentes destinos bajo la neblina que caracterizaba al amanecer por aquellos tiempos. A mí nunca me faltó el pan aunque sea con aceite o con huevo de gallina criolla y mi vaso de café con leche  sobre la mesa cuando tenía que partir a recibir clases en la escuelita de El Cayo. 

Para abuela como buen cubana no le podía faltar ese brebaje tan caribeño ni sus tabacos Made in Casa que algunos productores independientes hacían en la mismo barrio. (Recuerdo que por un tiempo ya yo crecido traté de hacerle una huelga generalizada cuando me pedía que le buscara unos ejemplares que se vendían a cincuenta centavos y yo me negaba rotundamente dando votos de jamás comprarle ninguno.)

Las primeras palabras antes de ponerse en pie y prender el fogón de leña  era llamar al Miso, uno de mis tíos, para saber cuándo partiría para el Plan Vianda.  

II

Dicen por ahí que el amor de pareja se acaba con el pasar de los años pero eso, estoy seguro que no pasó con abuelo, claro, sin dejar de restregarle hasta la muerte de que no fuera tan goloso, que dejara los calderos tranquilos cuando regresaba de ver la pelota o el boxeo y metía las manos en la olla de harina de maíz o en el arroz recién hecho. 

Emilia Fernández Aguilar, una de sus hijas mayores
En los ochenta y ocho febreros en los que pudo ver la luz del sol la doña fue la reina de su cocina y en el dos mil seis esas vueltas de la Revolución Energética y todos los huracanes juntos no la hizo desprenderse de los cuatro pilares de ceniza. Se podían ir al a mierda la olla arrocera y la hornilla eléctrica. Nadie tendría el coraje ni los cojones de desbaratarle el fogón mientras ella respirase. Era un curiosidad que todos los hogares cocinaban con los nuevos equipos y desde la Calle E  no. 4 del reparto Vista Alegre, Baire, conocido popularmente como Barrio Mocho y otros nombres del imaginario popular, el humo se elevase al cielo día a día. Los más viejos del barrio la saludaban y yo sentía que aquellos afectos demostraban que las gentes de antes tal vez tenían más amor que los de ahora.

 


III
 
Muchos se empeñan en afirmar que yo fui un niño malcriado y que a veces irritaba a los mayores. Abuela a pesar de tener su alma llena de bondad también tenia sangre en las venas y sus arranques de vez en cuando. Ella cuando se molestaba conmigo o con alguno de mis incontables primos, siempre la culpa la pagaba nuestras piernas y la mata que en esta región de Cuba afirmamos en llamar Guataca de Burro, que en muchos lugares sirven en cayo como una especie de cercado. Fueron entonces las tantas veces en que nos sentimos en la necesidad de darnos a la fuga para no sentir el fuetazo que era por donde nos cogiera sin tantas explicaciones. Si no lograba sonarnos oíamos desde lejos que nos decía que ella era como un gato, que este no cogía el ratón corriendo. Luego se mantenía en vela y cuando pensábamos que todo había pasado nos arrinconaba para cobrarnos lo debido. Pienso hoy que aquellos guatacaburrazos pusieron en nuestras vidas su granito y la cordura que tenemos en la actualidad se la debemos a la Uve. 

Recuerdo siempre las noches en las que se ponía a contarnos como era su vida en las lomas, aquellas épocas antes del Triunfo en las que con dos o tres hijos chiquitos y ya preñada de otro se alzaba en los cafetales recogiendo el grano, de cuando una avioneta buscando a los rebeldes tiró algunas de sus bombas cerca del bohío, de aquellos vecinos que todavía recordaba uno a uno, de aquel mundo que ya existía cuando mis padre y su hija no eran ni semen ni óvulos listos para el milagro. En sus últimos lustros de vida, no cabía mañana, luego de colado el café en la que, echando un humo mirando al camino, sentada desde una esquina de su cama asomando a la ventana, no recordase los viejos tiempos o pensara en qué cocinaría o cuando lo haría.

IV 
Mi madre y yo

Entre los hermanos nunca faltan sus peleítas y mis tiazos varones no estuvieron exentos de esta costumbre tan humana. En casos de esos mi abue tomaba palo de escoba en mano y como buen jueza que era repartía palazos a izquierda y a derecha aplacando la bronca. Abuela comentaba que el trabajo no le quitaba ningún pedazo al hombre y que el tener las manos callosas no significaba ninguna deshonra, al contrario, bienaventurados los que mostraban al mundo las suyas como islas llenas de montañas. 

No existía ningún despenque de maní en la zona, por ejemplo, al la que no indujera a sus hijos en aras de buscarse unos pesos. A pesar de ser una guajira toda la vida brillaba por la atención que les brindaba a conocidos y a desconocidos. Recuerdo que nunca le vi negarle el café ni a aquellos vendedores del grano que a veces se lo vendían a altos precios. El reparto Vista Alegre se llenaba de comerciantes en bicicletas y de a pie y ninguno puede dar mala fe de que aquella señora flaca y menuda  de la primera calle ni aunque sea unas palabras de usted a usted dijera. Hasta Israel el loco en sus incontables caminatas llegaba cantando con la niebla y la vieja le preparaba un jarro metálico bien calentito. Luego Israel daba las gracias y en aquel idioma que solo el entiende seguía su peregrinar. Cuando chama medaba miedo. Esperaba que se fuera y abuela sonreía porque sabía.


V

Wilder, otro de sus nietos
Abuela tenía a Cristo en su hacer cotidiano. Jamás lo oí referirse a él para que tuviese misericordia ni por uno ni por otro exclusivamente, rogaba por todos.
     -Acuérdate de nosotros los pobres –decía si les faltaba dinero para sacar los mandados o si algunos de nosotros estaba metido en algún problema de cualquier índole.

Para ella sus hijos no solo eran aquellos salidos de su vientre sino también las generaciones engendradas por estos hasta los mismísimos tataranietos. Ignoro, porque nunca se me ocurrió preguntarle, quién le había hablado por primera vez ni en qué época de Dios. Pero si puedo asegurar que fue ella quien nos inculcó desde su manera peculiar creer en la sombra del Divino que nos protege desde las Alturas.  

VI

Otra nieta y bisnieto
Para sacarla de la casa cuando se sentía algún malestar o simplemente se sospechaba de algún síntoma, hacia al policlínico o al consultorio, la tarea se tornaba una odisea. ¿Miedo o terquedad? Solo ella tenía la respuesta. Se sentaba en una de las esquinas del viejo multimueble como tronco de piñón echando raíces profundas mientras que pensativa sacaba su tabaco y lo prendía. En silencio aspiraba y soltaba las bocanadas y ni su propia madre si resucitaba para pedírselo, la hacía moverse del sitio. 

El porqué de esta crónica quizás un poco desorganizada se la debo al sueño que no pude realizar: de hacerle grabaciones y que ella misma me hablase de su vida, de cosas que ya nadie nunca sabrá. Mientras me toque vivir y tener la mente lúcida sobre mi pasado, de mi procedencia, de gentes que contribuyeron a mi formación, abuela será en mi recuerdo una gran mujer, alguien que demostró con su ejemplo, que me dice desde ultratumba que olvidarla sería la peor de las traiciones que le puedo hacer a su legado.

Finales de agosto – 8 de septiembre de 2017.

Olber Gutiérrez Fernández. 

viernes, 22 de septiembre de 2017

Eduard no murió...


"...¿Alguien duda que la muerte marca el inicio?..."
Orlando Concepción, LECCIONES PARA MORIR

Eduard Encina, una amiga y yo, abril 2017
Hay momentos grandes en la vida. Uno fue haberlo conocido en el verano de los juegos de Beijing cuando me lo presentó en la casa de la cultura de Baire, Joan Manuel, amigo del barrio, instructor de arte y pintor. Por entonces me creía poeta. Me habló del Café Bonaparte y del taller literario que armaba en su casa todos los domingos. Le comenté que gustaba de música de la talla de Varela, Silvio y otros. Me dijo que me consiguiera un disco, lo demás correría de su parte. Fue una tarde noche la primera vez que pasé cerca del estadio y cogí la línea para llegar a su Cuartel de las Palabras. Con el tiempo las visitas aumentaron. Ya no pude despegarme de la literatura y aunque mis poemas eran malos seguí asistiendo como un fiel a su templo. 

Las clases comenzaban, ya tenia que volver a las matemáticas y a todo lo demás pero no había ni hubo noche en la que no añorase desde entonces volver. Alentado en ver que creyó en mí aceptándome en el grupo escribí mi primer cuento. Él descubrió el narrador y hasta mis últimos días le estaré eternamente agradecido. No puedo creer ni creeré nunca que ya no esté. Eduard camina mas firme a mi lado. Escucho su voz llamando a Mailer o corrigiendo las andanzas del Malcolm y del Handel por el patio o diciéndome que luche por terminar mi carrera y que buscara a Dios para hallar la paz.   

    Escuchare en mi corazón las lectura que hacia de sus textos, guardaré como tesoro que ya son los ejemplares que me dedicó de su puño y letra. No olvidaré (y se lo pido a Cristo de su inmensa misericordia que me ayude) su mirada; mirada amiga que me aconsejaba, aquella que desde ahora voy a extrañar con el alma. El Contramaestre no lo llorara, yo no lo voy a llorar. Mi hermano está mas vivo que nunca. Quedarán en la memoria aquellas jornadas veraniegas en las que todo el piquete junto a él nos sentábamos en cualquiera de las mesas del Café Cantante y debatíamos tomándonos tazas y más tazas, sus peñas en las que hacía del pueblo asistente su cómplice, los momentos en la sede de la AHS contramaestrense cuando vacilábamos y hasta como buen cubanos que somos nos dábamos cuero. Una de las inmensas virtudes que admiré (y seguiré admirando del gordo) era esa capacidad que tuvo para brindarle amistad incluso a sus enemigos. 

    El amor vivía en su humildad. Humildad demostrada por ejemplo en que siempre quiso escribir (y escribió) desde su esquinita en la Carretera Central sin olvidar a sus coterráneos de tierra adentro ni apartarse de ellos. Que les quede claro a los que lo conocieron: el camino empieza ya, no se detiene. No hay tiempo para lágrimas. Quien desee recordarlo como el inigualable hombre que fue que cuando piense en Eduard Encina Ramírez grite: no murió, Eduard no murió. No voy a mentirle, ni le mentiré a nadie, con decir que no extrañaré su presencia física de ahora en adelante. Estoy convencido de que nos hará falta y tengo la fe de que como él mismo dijera en la despedida de Orlando Concepción en noviembre de 2010: Un día (Mi hermano Eduard), también resucitará.


Olber Gutiérrez Fernández, 
10 de septiembre de 2017.   





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