Aprendí
por primera vez a leer a Martí en La Edad de Oro. Eran mis primeros meses en
estos mundos de la lectura allá por el lejano mil novecientos noventa y siete. La
maestra Juana, si mal no recuerdo, no sabía hacia qué universo me había
catapultado. Lo cierto es que, impresionado por aquella magia de saber traducir
en sonidos los dibujitos y grafemas de un libro, empezaba a hacerme el hábito de
incluso de irme a mataperrear bien poco y quedarme, mientras abuela hacía el
almuerzo en su fogón de leña, sentado en un taburete hojeando libros y más
libros. Me es imposible acordarme exactamente como fue mi encuentro con el famoso
libro que originalmente sabemos, era una revista ideada por el apóstol del cual
saliesen no más que cuatro números. Sí recuerdo que era una de esas ediciones a
colores magníficas de principios de los noventa. Así, descubriendo el mundo con
apenas seis años de edad, me fui a curiosear con Meñique, estuve presente
cuando tuvo que ir en busca del gigante, cuando la princesa, indignada de aquel
petulante enano le hizo unas cuantas adivinanzas, cuando los ciegos del Indostán
me enseñaron que somos uno solo en el universo y a la vez tan diferentes cada
uno. Aprendí a leer a Martí y no me imagino de ninguna forma posible, cómo un
hombre del siglo XIX, sin tecnologías digitales ni los santos guanajos, pudo a
filo de pluma y tinta ser universal, grande… cómo pudo aquel cubano ser guía
para estos tiempos que corren y que a pesar de que hace más de ciento veinte
años sus huesos son sagrados para la
Patria, todavía escuchemos sus palabras como un padre que
quiere al hijo, lo educa y reprende cuando es necesario.
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